¿Se acabaron los disturbios en la Universidad Nacional?

El eco de dos explosiones consecutivas, secas, se disemina por el aire: ¡bum!… ¡bum! En la plaza, un grupo de hombres y mujeres, vestidos de overol, con la cara completamente cubierta por una capucha, están ordenados en perfecta formación. De nuevo retumban un par de detonaciones más. No es un campo de batalla. No es una guarnición militar. Es la plaza Che de la Universidad Nacional de Colombia.

Hasta hace algo más de un año, esa imagen parecía muy común en “la Nacho”, y en otras universidades públicas. Y ahora que el proceso de paz con las Farc avanza por buen camino, pese a las dificultades que son de público conocimiento,  surge la pregunta: ¿Se acabaran los disturbios en la Universidad Nacional?

Las caras de un disturbio

Diego**, como todos los egresados de la Universidad Nacional lleva con orgullo su título obtenido en 2014. Sin embargo Diego** no era un estudiante cualquiera: él era un capucho. Perteneció al grupo denominado “TNT”, y a otro conocido como “Colectivo sur”.

Ante la posibilidad de que, en la coyuntura actual del país, los disturbios puedan terminar en “la Nacho”, Diego responde que eso es impredecible. “La universidad ha cambiado —dice—, se ha permeado por las redes sociales, por lo que es muy difícil que un disturbio se dé como antes, es decir un tropel organizado. Los estudiantes de ahora son diferentes —y en esto es enfático—, hay que respetar procesos de concertación”.

“El estudiante de ahora es más relajado —explica—; digamos que indiferente por la influencia de los medios. Los muchachos de esta generación no salen a construir país, sino a formar parte de un país. No se preocupan sino por graduarse rápido y  entrar al mercado laboral. Nos están formando para ser estanterías laborales, para ser productos. Y a uno, lo quiera o no, le toca aceptar eso”.

Por otro lado, Moisés Wasserman, exrector de la UN, afirma que sí, efectivamente es muy posible que los disturbios terminen, o por lo menos los organizados por “grupos de milicianos”, pues ahora Colombia está en un proceso de paz, y esa clase de manifestaciones violentas han perdido legitimidad ante la sociedad.

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Liliana**, estudiante de sexto semestre de economía en la UN, dice que antes, los “tropeles” parecían tener un norte: “…iban para alguna parte, y mucha gente los apoyaba aquí y afuera. Ahora que la paz es tan importante, y que muchos hablan de ella, y más que hablar, se comprometen con ella, no estaría bien que en un centro académico, quizás el más importante del país, se presenten esa clase de cosas. La violencia ya no es una forma de lucha aceptable. Aunque la U va a ser un poco rara sin tropeles. Quién sabe qué nos vamos a tener que inventar para que desalojen cunado haya parciales”, dice con una sonrisa.

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Con algo de nostalgia, Diego** comenta que para hacer parte de un disturbio, especialmente como encapuchado, se debe estar “demasiado convencido, porque existen consecuencias. Hay gente que entra por moda, sin tener claros los ideales que los mueven, sino más por la adrenalina. Esto es más que sólo el momento: hay que tener muy clara el ideario, la convicción que hay detrás”.

“Un disturbio era una expresión de inconformidad —continúa—. Sería muy difícil cambiar la realidad, y más aquí (en Colombia). Lo que se buscaba era sacar de la cotidianidad. Quizás no bastaba el debate: había que ir de las palabras a la acción. El mensaje que queríamos dar era que dentro de la universidad sí había una organización, no sólo las oficiales (Oce, Feu, Aceu), y que desde allí salían propuestas válidas también”.

Para él, un disturbio tenía la función de llamar la atención, y casi que estremecer a la gente para que, más allá del problema del tráfico, del desalojo, se cuestionara sobre por qué peleaban los estudiantes, sobre qué estaba pasando en Colombia. No se “tropeliaba” porque sí.

“Nosotros creíamos que toda acción genera una reacción. Lo que hacíamos, o lo que esperábamos era —insiste Diego—, sacar a la gente de la cotidianidad. Por supuesto que tendría que haber una respuesta por parte de la policía, así que lo que hacíamos era defendernos. Si ellos no atacaran, nosotros tampoco lo habríamos hecho y, pues el tropel acabaría ahí: sin Esmad, sin la respuesta del Esmad, mejor, no pasaría nada”.

“Aunque no pareciera, nosotros esperábamos hacer algo, cambiar algo, sentar consciencia. Si se organiza como país, el país se construye, pero no hay construcción sin destrucción. Nos movía la injusticia cotidiana. Teníamos un mensaje que darle a la sociedad”.

El profesor Wasserman comenta que los organizadores de los disturbios eran una minoría si se compara con el número de estudiantes que podría haber al día en el campus —casi 30 mil—. En esa medida, la violencia que se generaba no podría generalizar. Al contrario “había que resaltar que las mejores y más exitosas manifestaciones de los estudiantes fueron las que se dieron pacíficamente, de cara a la sociedad”. Pone de ejemplo la amplía movilización que se dio en 2011 contra la reforma de la Ley 30.

La lógica de un disturbio en la Nacho

Diego explica con simplicidad la lógica de un tropel. Había encargados para todo. Sin usar teléfonos o Internet, más por el voz a voz, se cuadraban todos los detalles. Lo primero era la inversión. Generalmente se usaban recursos propios. Los grupos a los que perteneció Diego no estaban vinculados directamente con alguna organización más grande que los financiara, así que casi todo salía del bolsillo de los propios capuchos.

Todo se planeaba dentro del campus porque así no habría riesgos de seguridad. En “las cocinas” se preparaban los elementos que se usarían (petos, molotov). También se acordaban los papeles y la disposición y las funciones de cada uno durante la pedrea: “básicamente había avanzadas para que así nos pudiéramos cuidar los unos a los otros y turnar. Finalmente se elegía el día. Dentro teníamos un par de supersticiones: los tropeles debían ser los martes o los jueves. Ya sabe: Marte es el dios de la Guerra, o los jueves, por Júpiter que es el principal dios de la mitología romana”.

Para bien o para mal, por mucho tiempo, los tropeles han estado ligados al movimiento estudiantil. Hay quienes están de acuerdo con esa forma de manifestarse, y la ven como legitima, como necesaria. La idea de Diego de que “hacía falta sacar a la gente de la cotidianidad” sigue teniendo mucho respaldo.

Otros, en cambio, son partidarios de la no violencia y de las capuchas, por lo que condenan abiertamente cualquier clase de disturbio. No había otra forma de protesta que el dialogo, la concertación. La violencia sólo generaría más violencia.

En lo que parecen estar de acuerdo las dos posturas es que en el seno de la universidad pública se estaría gestando un cambio, impulsado por las nuevas generaciones, por las circunstancias del país, por la tecnología, y que iría acabando paulatinamente con la dinámica del disturbio.

Como la Universidad Nacional es un reflejo de la educación pública de Colombia, de su variedad y su complejidad, el hecho de que se esté dando una transición hacia la paz, hacia la reconciliación, también se manifestará en la Universidad. Un elemento de esa manifestación sería el fin del tropel como forma de lucha.

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¿El último “tropel”?

Es miércoles. Son poco más de las 10 de la mañana. Hace un día particularmente frío, algo lluvioso. Un grupo de encapuchados está perfectamente formado en la Plaza Che.

Uno de ellos se para, regio e imponente, frente al pelotón. Luego se dirige a un grupo de curiosos que lo observan desde las gradas de la Biblioteca Central.

—¡Compañeros y compañeras! —empieza el hombre, forzando la voz, casi gritando—: reciban un cordial saludo… Es importante hacer la reflexión sobre la situación de la Universidad pública, la cual ha desmejorado en los últimos tiempos…

Y después el discurso se extiende por poco más de 10 minutos. Mientras tanto algunos encapuchados van repartiendo volantes entre la multitud. De pronto una alarma aterradora, como de bombardeo atómico empieza a sonar ininterrumpidamente. Los estudiantes se miran con curiosidad, pero sin miedo, como preguntándose unos a otros qué está pasando. En sus rostros hay un gesto de resignación: pareciera que han visto esa escena muchas veces. Pareciera que están acostumbrados.

—¿Desalojo —pregunta un muchacho.
—No sé —responde el otro, y saca y observa el celular—: no ha llegado nada al correo.
—¿Desalojo? —insiste una chica de otro grupo.
—Marica, ni idea —le responde su amiga—. Pero creo que sí: a nosotros los celas nos sacaron del salón.

En cada grupo la pregunta es la misma: ¿Desalojo?

Estallan un par de papas más. La alarma no ha dejado de sonar.

De pronto la formación de los encapuchados se rompe, y uno tras otro salen a correr hacía la entrada de la calle 45. Apenas atraviesan la puerta, arman barricadas con unas tablas. Después lanzan papas que revientan al tocar el pavimento de la carrera 30. Ya el tráfico se ha detenido.

Los policías del Esmad, ataviados con sus armaduras negras, se acercan con cuidado. Son reciben con un ataque de papas, de piedras y de gritos. “!Cerdos¡” —les dicen algunos estudiantes al verlos— “!estudien hp!”. Vuelan los primeros gases. Estallan las primeras bombas de aturdimiento. La tanqueta trata de subir al andén y pasar por entre los árboles. Los encapuchados la reciben con bombas molotov.

Puede que esas escenas no se vuelvan a volver a ver.

**Nombres cambiados para proteger la identidad de los entrevistados.

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