Quién iba imaginar que el papa fuera a entrar a la casa de Lorenza. Ella no se lo creía. Ni en el barrio San Francisco de Cartagena daban crédito por mucho que estuviese confirmado y que apareciera en la televisión.
Toda esta historia comenzó un día en que tocaron a la puerta. De la nada. Sin saber que se trataba de una visita importante –tal vez la más importante de su vida- Lorenza se levantó de la cama y se puso dos chancletas de distinto par. Fue lo que encontró a la mano.
Así, vestida con la misma bata con la que cocina todos los días almuerzos para 85 niños del barrio, abrió la puerta. La sorpresa fue mayor cuando vio entrar, como si fuera una aparición, a monseñor Jorge Enrique Jiménez, arzobispo de Cartagena.
-Monseñor, ¿usted qué hace aquí?-preguntó Lorenza, alarmada.
El arzobispo había llegado para contarle que su casa había sido elegida para recibir al Papa Francisco. Nada más. Nada menos.
-¡Cómo se le ocurre, monseñor! ¿Yo? ¿Esta vieja maluca?- preguntó muerta de la risa.
Jiménez le explicó aquella vez, palabras más, palabras menos, que su labor diaria y silenciosa era representativa de lo que querían mostrarle al obispo de Roma. Pero eso sí, le advirtió el arzobispo, la idea era que el Papa la conociera a ella y a su vivienda tal y como era.
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